Por: Dannah Gresh

 

[La gracia de Dios] nos enseña a rechazar la impiedad y las pasiones mundanas. Así podremos vivir en este mundo con justicia, piedad y dominio propio, mientras aguardamos la bendita esperanza, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo (Tito 2:12-13, NVI). 

 

El día en que conocí al hombre que sería mi esposo, él acababa de regresar de Florida, donde había pasado las vacaciones de primavera en un entrenamiento permanente con el resto del equipo de tenis de la universidad. Sus dientes blancos contrastaban con su tez bronceada y su cabello oscuro. La piel de su nariz se desprendía un poco en aquellos días en los que comenzó a coquetearme. La imagen de su alegre semblante quedó grabada en mi mente para siempre.

 

El día de nuestra boda, y por petición mía, él tenía su piel bronceada que contrastaba con la camisa blanca y la corbata que habíamos elegido para combinar con su traje negro de cola. Era el hombre de mis sueños, y ese día un sueño de hadas se hizo realidad. ¿Y qué de mí? Yo vestí un traje blanco tejido a mano con una larga cola de casi tres metros y una diadema con velo y lentejuelas. Caminé sobre pétalos de rosa frescos al tiempo que los violinistas, ubicados a ambos lados del recinto, interpretaban la marcha nupcial. En el púlpito nos ubicamos frente a los invitados a fin de que pudieran ver en nuestro rostro la dicha en el momento de intercambiar los votos. El beso fue dulce y sencillo, y terminó en una mirada sugestiva. Ya habría más tiempo para la ternura aquella noche. 

 

En la recepción, los invitados saborearon diversos entremeses mientras una orquesta tocaba música de fondo, que solo se detenía con la intervención del maestro de ceremonia. “Damas y caballeros, llegaron los novios. Les presento por primera vez al señor y a la señora...” ¡Ya era una señora! Los aplausos llenaron la sala al tiempo que las melodías de la orquesta nos acompañaban hasta la mesa principal. Bailé con garbo el vals con mi padre, que luego le dio paso al novio con una venia pocos minutos después. Cuando mi nuevo esposo y yo comenzamos a bailar, logramos arruinar con esplendidez la elegante impresión que mi padre había dejado, pero no importó. Éramos el príncipe y la princesa del baile, y cualquier gesto de nuestra parte complacería a los invitados. 

 

Horas más tarde, la princesa estaba encerrada en el baño de una habitación de hotel para la luna de miel, mientras pensaba en su entrada triunfal. (Si tuviera que hacerlo otra vez, ¡pre- feriría quedarme en la habitación y dejarlo a él en el baño para que decidiera cuándo y cómo entrar!) ¿Era demasiado temprano para ponerme la bata de encaje? ¿Resultaría demasiado recatada la pijama de satín para esta noche? ¿Debía arreglarme el cabello? ¿Sería muy vanidoso retocar mi maquillaje? No habíamos hablado acerca de las luces. ¿Estarían apagadas en el momento de salir? Al fin opté por el recato y la vanidad. (¡Y esperaba encontrar luces tenues!) 

 

Sin embargo, al cruzarse mis ojos con los ojos azules de mi esposo, llenos de compasión y amor verdadero, el nerviosismo se desvaneció por la certeza. Habíamos esperado. Ha- bíamos vencido la tentación, y ahora una Presencia amorosa y consoladora nos acompañaba y nos daba la seguridad de que el pacto que estábamos a punto de sellar gozaría de su bendición. 

 

Y la bendición superó nuestras expectativas. 

 

Extraído del libro Y la novia se vistió de blanco.