Por J.I. Packer.
Ni los judíos ni los griegos estaban dispuestos a aceptar por revelación las cosas de Dios. Esta fue la controversia que suscitó el evangelio, y que Pablo en su testimonio debió́ reivindicar constantemente en cualquier lugar al que iba. El apóstol anunciaba lo que en 1 Corintios 1:18 se llama «la palabra de la cruz». Y en el versículo 23 declaró: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado».
Ahora bien, sin duda alguna era sorprendente que alguien dijera esto. El Cristo (se trata de un título, el nombre de un cargo como dirían los presbiterianos) es el gobernante mundial ungido de Dios, aquel a quien Pablo en los primeros diez versículos de este capítulo se había referido no menos de seis veces como el «Señor Jesucristo» o «Jesucristo nuestro Señor»:
- Jesús, el nombre personal;
- Cristo, el título del cargo; y
- Señor, el título general en el mundo antiguo dado a las personas a las que debía adorarse.
Pablo afirma que debemos predicar a Cristo como crucificado. Es decir, proclamamos que fue ejecutado como un malhechor, porque solo a los malhechores se les crucificaba en el mundo antiguo. La pena capital se imponía por delitos graves y rebeliones civiles.
Podemos ver lo paradójico y sorprendente que esto parece, y podemos ver lo humillante que es el mensaje, como Pablo lo explica. Porque si le hubiéramos preguntado a Pablo qué significaba que Cristo, el gobernante ungido a quien Dios había designado, fuera crucificado, hubiera contestado que «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:3). No había manera posible en que el ser humano pudiera ser llevado ante Dios, a no ser que el Cristo muriera por los pecados de la humanidad.
Todos los seres humanos tenemos pecados que deben ser perdonados, y ninguno de nosotros puede eliminarlos por sus propios esfuerzos. Pero cuando Pablo predicó su mensaje de Cristo crucificado, su palabra de vida y esperanza para el mundo ofendió de inmediato a los judíos. En primer lugar, esto degradaba las propias esperanzas mesiánicas que tenían. En segundo lugar, sugería que Dios era débil al permitir que el Mesías fuera a la cruz. Pablo habla irónicamente de «lo débil de Dios» (1 Co. 1:25), por supuesto, haciéndose eco de lo que los judíos críticos dijeron acerca del mensaje que el apóstol les predicó. Esto hace que Dios parezca débil, y se centra en la eliminación del pecado, lo que al judío común y corriente (que confiaba en los sacrificios ofrecidos en el templo) debió parecerle simplemente un mensaje irrelevante.
De igual manera, cuando Pablo predicó del Cristo crucificado a los griegos, esto les pareció una tontería, y así se lo hicieron saber. Pablo obviamente está haciéndose eco en forma irónica de lo que los griegos expresaron cuando les habló de «lo insensato de Dios» (1 Co. 1:25). Esta es una historia muy tonta, dijeron sus críticos griegos. También a ellos el mensaje de la eliminación del pecado por medio de la muerte del Mesías les parecía irrelevante para sus propias necesidades. Así que rechazaron el mensaje, y Pablo expresa: «Esta es la reacción de “los que se pierden”» (cp. 1 Co. 1:18). Cuando el apóstol usa esa expresión, su lenguaje es más impasible que afectivo. Utiliza tales palabras porque expresan el pensamiento que desea transmitir; lo que se pierde (según el significado en el diccionario del vocablo griego apólumi que se utiliza aquí) es aquello que se está haciendo incapaz de realizar su función prevista. Esa es la idea aquí: que los seres humanos que fueron creados para tener comunión con Dios se muestran incapaces de tenerla y confirman en sí mismos esa misma incapacidad por medio de su categórico rechazo al mensaje de la cruz.
* Adaptado del libro Proclamando a Cristo en una era pluralista.