Por Nancy DeMoss Wolgemuth

Cuando hablamos acerca de Jesús, las opciones son realmente ilimitadas. Podríamos empezar antes del tiempo, la dimensión en la que Él ha existido por la eternidad, el Creador no creado. Podríamos empezar en un establo en Belén, donde el Hacedor del universo estuvo dispuesto a rebajarse y habitar en el planeta Tierra. Podríamos empezar con los sucesos que culminaron en lo que conocemos ahora como la Pascua, mediante la cual su propósito de venir aquí se cumplió plenamente y los seres humanos recibimos la esperanza inefable de vivir para siempre con Él.

Sin embargo, creo que ahora mismo conviene que simplemente retrocedamos y tratemos de contemplar la realidad completa de Jesús. Su absoluta belleza. Su verdadera perfección.

Él es, en todo, el ideal supremo.

Esta declaración sobresale delante de nuestros ojos más claramente cuando tenemos en cuenta lo lejos que estamos de ser, nosotros mismos, un ideal. No somos un ideal físico. No somos un ideal espiritual. No somos un ideal moral. Por mucho que nos esforcemos y por bienintencionados que seamos, seguimos siendo pecadores, infractores reincidentes que necesitan con urgencia un Salvador.

Desearíamos que no fuera así. Tratamos de que no sea así. Sentimos el impulso interior de hacer más y más. De ser diferentes. De ser mejores. Con todo, siempre nos quedamos cortos, como todos los demás. Las personas pueden tener fortalezas en ciertas áreas, tal vez incluso en varias. Aun nosotros tenemos puntos fuertes. Pero nadie tiene fortalezas en todo. Todos tenemos áreas débiles.

Así pues, detente y considera el hecho de que Jesús no tiene áreas débiles. Él es perfecto en todo.

Los autores que profetizaron acerca de Él en el Antiguo Testamento lo consideraron “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Sal. 45:2). El Mesías de Israel, tal y como lo imaginaban bajo inspiración del Espíritu Santo, era un hombre perfecto, superior a todos los demás seres humanos.

Aun así, conocerlo en realidad cuando vino, pasar tiempo con Él y darse cuenta de que es verdaderamente perfecto en todo y que era imposible encontrar en Él algo en lo que no superara a todos... es una experiencia incomparable.

Eso no quiere decir que Jesús impresionara con su perfección física a todos los que lo conocían. El Nuevo Testamento no presenta evidencia de que Él fuera el equivalente de un modelo masculino en su época, aunque sin duda gozaba de la forma física por su oficio de carpintero. El profeta Isaías había declarado incluso del Mesías venidero:

no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos (Is. 53:2).

Aun así, Jesús atraía a las personas. No dudaban en seguirlo, porque sin importar su apariencia, su belleza era inconfundible. Él poseía cada gracia y cada virtud en tensión y equilibrio perfectos. Ninguna de ellas faltaba. Piensa en eso. Nunca hemos visto lo que es la perfección absoluta en una persona. La simetría perfecta entre lo interno y lo externo. La armonía perfecta de corazón y de carácter. Es casi imposible vislumbrar una perfección semejante. Pero la encontramos en Jesús.

Él no solo es bueno; Él es perfecto.
Él no solo es suficiente; Él es todo.

Jesús también guardó a la perfección la ley de Dios. Para estar seguros, tengamos claro lo que eso significa. Jesús no solo evitó cometer cada pecado en particular, lo cual ya es un logro que nos parece extraordinario a la luz de nuestras limitaciones, sino que su perfección sobrepasó la mera abstención. Él vivió de forma deliberada y eficaz la medida completa de la ley de Dios. Nada lo hizo como espectáculo. Todo lo que dijo e hizo fue con un motivo completamente puro. Él cumplió lo que manda la ley en cada momento de cada día, llegando incluso a cumplir el espíritu detrás de la ley.

Eso me lleva a pensar en el versículo memorable de Miqueas 6:

Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios (v. 8).

Este versículo resume bellamente lo que nos exige la ley: justicia perfecta y amor perfecto expresados con humildad perfecta. Eso es precisamente lo que Jesús hizo cada segundo de su vida terrenal, y lo hizo a la perfección.

* Artículo adaptado del libro Incomparable: 50 días con Jesús.