Tengo la sensación de que la frase “madres mediocres” tendrá un efecto polarizador entre las lectoras. Un cierto porcentaje se identificará inmediatamente con esta expresión, al suponer que sabe exactamente a qué me refiero. Puede que tengan razón o puede que no. Otro grupo podría preguntar ¿Qué querrá decir esta loca con tantos hijos al referirse a cualquier madre como “mediocre”? Y el último grupo cuestionará, ¿Cómo se atreve a insinuar que cualquier madre podría ser menos que una brillante diosa guerrera? Al fin y al cabo, hemos dado a luz o atravesado el fuego por nuestros hijos.
Somos madres. ¡Oigan nuestro clamor!
Estoy segura de que he pasado por alto alguna que otra reacción, incluida la de indiferencia absoluta, pero estas son las tres posibilidades más frecuentes que me vienen a la mente, y por eso me siento obligada a explicar claramente lo quiero decir con una frase tan despectiva.
No obstante, primero veamos qué dice el diccionario Merriam-Webster sobre la palabra “mediocre”. Describe a alguien o algo como “de calidad, valor, habilidad o desempeño bajo o moderado: ordinario, regular”.
¡Ay!, duele, ¿verdad?
No es un estado al que un ser humano quiera aspirar. O, al menos, ninguno debería desearlo. Y, sin embargo, es un estado hacia el que puedo deslizarme con demasiada facilidad y hacia el que parece gravitar nuestra actual cultura maternal.
Gracias a Dios tenemos su Santa Palabra, la Biblia, para combatir este tipo de razonamientos. El mismo Pablo, el “superapóstol”, señala: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:18-19).
Nadie reconoce que la verdadera raíz del problema son nuestras propias tendencias pecaminosas como madres. Porque el verdadero problema no son nuestros días malos, nuestras hormonas o nuestras comprensibles respuestas de cansancio. ¿El verdadero culpable? Nuestra incapacidad de ser otra cosa que mediocres sin Cristo.
Claro que podemos sobrevivir un día, una semana, un mes o incluso un año en nuestras propias fuerzas, pero sin la obra del poder transformador de Cristo en nuestra vida, inevitablemente volveremos a caer en nuestros patrones de complacencia o ira. Porque, como señala Filipenses 2:13, “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad”. La más disciplinada de nosotras puede ser capaz de mantener una fachada de planificación y control la mayor parte del tiempo, pero la verdadera excelencia, la que proviene de una mente y un corazón renovados, solo fluye de la punzada del Espíritu Santo en nuestra conciencia y de lo que Efesios 5:26 describe como “el lavamiento del agua por la palabra”.
* Artículo adaptado del libro M de mamá.