Por Patrick Morley.

Mientras escribía este artículo pasé muchas horas con un hombre que una vez animó a su esposa a dormir con otro hombre para su propio beneficio. También engendró un hijo con su ama de llaves y más tarde abandonó económicamente a ambos. Una vez en que estaba rodeado por matones que habían puesto la mirada en su linda esposa, el hombre fingió ser soltero para evitar que le hicieran daño.

¿Qué clase de ser actuaría así?

¿Te sorprendería saber que estoy hablando de Abraham, el padre de nuestra fe (véase Romanos 4:16)?

Excepto Jesús, ninguno de los hombres de la Biblia fue perfecto. Ni de cerca. Estos varones eran imperfectos, como nosotros. Aprendieron y crecieron con el tiempo, igual que nosotros. Eso hace que sus historias sean tan perfectas como para estudiarlas. Poco a poco, Dios los hizo más semejantes a los hombres que Él quería que fueran, tal como hace con nosotros. Seamos sinceros. Si Dios no obrara con individuos imperfectos, no tendría absolutamente nadie con quién trabajar.

Entonces, ¿por qué precisamente el Espíritu Santo incluyó en la Biblia la historia de Abraham? Te diré una razón. Abraham enfrentó tres pruebas distintas que, gradualmente, tú y yo también enfrentaremos, si es que no lo hemos hecho ya.

Abraham pasó la mayor parte de su vida en la ciudad de Ur, ubicada en lo que ahora es el sur de Irak. Como un importante centro urbano, Ur contaba con una economía sólida y una cultura dinámica.

A sus setenta y cinco años de edad, Abraham era un hombre sano, rico y bien activo, con muchos amigos, parientes y empleados con quienes compartir la vida. Pero él y su esposa Sara no tenían hijos, un dolor profundo para ambos.

Trata de imaginar el susto de Abraham al escuchar la voz de su Creador. En primer lugar, Dios le dijo que dejara todo lo que conocía; después, no le comunicó a dónde iría. “Aún no voy a decirte a dónde vas. Te lo haré saber”. Pero si Abraham respondía al llamado, Dios prometió:

Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra (vv. 2-3).

Esta fue la primera prueba que Dios le puso a Abraham: ¿Creerás la gran promesa divina de un futuro invisible o te aferrarás al presente visible?

Sabemos lo que Abraham hizo. “Se fue Abram, como Jehová le dijo” (v. 4). El libro de Hebreos lo resume así: “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8).

Entonces una noche Dios le habló a Abraham y le dijo que saliera y mirara los cielos y contara las estrellas. Mientras Abraham se sumergía en el espectáculo de una incontable cantidad de estrellas, Dios le informó: “Así será tu descendencia” (Génesis 15:5).

Dios probó otra vez la fe de Abraham. Su segunda prueba fue esta: ¿Confiarás en que Dios hace lo que parece imposible? Des- pués de todo, ¿cómo podría él engendrar descendencia? Tenía más de setenta y cinco años, y su esposa era estéril. Habían intentado tener un hijo durante muchos años. ¿Qué razón había para creer que ahora lo tendrían?

Abraham debía decidir. Creer esta promesa absurda que Dios le hizo acerca de las estrellas y su descendencia. O no.

Nuevamente, sabemos lo que Abraham hizo. El versículo 6 declara que le “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia”. Ese único momento es la razón de que el Nuevo Testamento llama reiteradamente a Abraham el padre de nuestra fe, pues le creyó a Dios a pesar de circunstancias increíbles.

Abraham tenía ahora más de cien años de edad. (No hay fecha de expiración para crecer en la fe). Vivía en Beerseba, una región en el extremo norte del desierto de Neguev, donde sus rebaños podían andar libremente. Una vez más llegó Dios y le habló. Esta vez la orden fue impresionante: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Génesis 22:2).

La tercera prueba que Dios le puso a Abraham podría expresarse de este modo: ¿Estás dispuesto a entregarle a Dios lo que más deseas conservar?

Abraham obedeció al instante, sin importar lo que pasaba por su mente. Sin demora “se levantó muy de mañana”, tomó a Isaac y a un par de criados, y se dirigió al monte Moriah (v. 3). Al poco tiempo llegó a la colina identificada por Dios para el sacrificio. Sus criados esperaron a la distancia, fuera de la vista de tan extraña escena que iba a representarse en la cumbre. Abraham ató con cuerdas a su hijo Isaac y lo colocó sobre un montón de leña que había puesto sobre la gran piedra que también serviría de altar.

Observa que la prueba no fue que Dios le quitaría a Isaac; siempre fue sobre si Abraham estaba dispuesto a entregárselo. ¿A qué estás aferrándote que te impida confiar plenamente los pormenores de tu vida a Cristo?

* Adaptado del libro Así prepara Dios a los hombres.