Es tu primera semana como estudiante extranjero en el Cairo, Egipto. Por la noche, después de mirar una película de tu país con tus nuevos compañeros de cuarto, uno de los estudiantes se gira y te pregunta: “¿Qué facetas distintivas han contribuido a la cultura de tu país?”. Además de las respuestas evidentes como el postre característico de la cocina nacional, el punto de interés más reconocido, el deporte preferido, la música característica y el restaurante emblemático, sospecho que podrías mencionar algún evento clave de la historia, como alguna guerra o batalla crucial. Probablemente también te referirías a fechas importantes como la independencia y a personajes destacados como algún presidente o héroe nacional.
Si te has encontrado en este tipo de situación, entonces sabes bien qué difícil es que otros te entiendan de verdad, sin importar del país que seas, si no conocen tu historia. Sin embargo, ¿cuán a menudo los cristianos actuales se sumergen en el mundo del Nuevo Testamento sin conocimiento alguno de las historias de los judíos del siglo I? Si de verdad queremos comprender el Nuevo Testamento, debemos conocer su trasfondo histórico, social y religioso. Nuestros nueve autores neotestamentarios no escribieron estos veintisiete libros en un vacío, sino que trataron con asuntos, personas y necesidades reales de su época.
Si tuviéramos que sentarnos con un judío palestino del siglo I y preguntarle qué ha moldeado al pueblo judío, escucharíamos cinco historias principales que comprenden casi setecientos años. Cuatrocientos de esos años abarcan el período entre las dos divisiones principales de la Biblia y se les llama el período intertestamentario. A medida que nos sumergimos en este diálogo, debemos tener cuidado de no distraernos con nombres, lugares y fechas, sino más bien debemos observar cómo estas diferentes facetas nos ayudan a comprender la situación histórica de los autores neotestamentarios y de los que vivieron después de la época de Jesús que recibieron estos libros y cartas.
La primera historia importante que escucharíamos de nuestro amigo del siglo I se centra en los eventos aproximadamente setecientos años antes de Cristo y muy cerca del final del Antiguo Testamento, la época de los asirios y los babilonios. Estos dos oponentes principales del antiguo Cercano Oriente fueron responsables de la caída de Israel, que en ese momento de la historia estaba dividida en dos reinos, Israel y Judá. Los asirios invadieron y conquistaron Israel, el reino del norte, en el 722 a. C. Muchos de sus habitantes fueron llevados cautivos o reubicados a otras naciones.
Aunque lo intentaron, los asirios no lograron destruir Judá, el reino del sur. Con el tiempo, Judá cayó cuando los babilonios los invadieron y conquistaron. Estos deportaron a los judíos en el 605 (2 R. 24:1-5; Dn. 1:1-6), en el 597 (2 R. 24:6-16) y en el 586 a. C. (2 R. 25:1-21). Estas deportaciones resultaron en la dispersión (llamada la Diáspora) de los judíos por todo el Imperio babilónico en tierras extranjeras. Estos exilios obligaron al pueblo judío a abandonar la tierra que fue prometida a su padre Abraham y a asentarse en tierras que nunca habían visitado, en naciones habitadas por personas de diferentes idiomas y culturas.
Por si la destrucción de sus hogares y el asesinato de los miembros de su familia y amigos no fuera suficiente, lo impensable ocurrió en el 586 a. C. Los judíos fueron testigos de la destrucción de su santa ciudad, Jerusalén, y del edificio que la adornaba, el templo edificado por Salomón. Con frecuencia, la tragedia moldea a una nación y este incidente no fue la excepción. La pérdida de la tierra prometida y la destrucción del templo judío tuvo un efecto tremendo en el espíritu judío, ya que estas eran dos piezas importantes de su identidad.
Lo único que quedaba para ayudar a definir a los judíos era la ley. La importancia renovada de la ley puede verse en el establecimiento de congregaciones, o sinagogas, para la lectura y la oración. El desvanecimiento de la idolatría formal entre los judíos, que había sido la causa principal de su exilio, fue uno de los pocos puntos positivos de este período catastrófico.
Dios utilizó estos eventos para atraer al pueblo a sí mismo, a medida que esperaban que cumpliera las promesas hechas a los patriarcas. Esta historia del exilio y del fin del reino davídico fue vital para formar la identidad del pueblo judío, que constituyó la audiencia de los autores neotestamentarios. Cuando Jesús anunció: “El reino de Dios se ha acercado”, esto ciertamente habría vuelto a encender la esperanza de la restauración del reino davídico físico, no de un reino espiritual.
* Artículo adaptado del libro Introducción al Nuevo Testamento a través de sus autores.