Por Lydia Brownback

Una joven que asiste a mi iglesia, Raquel, se inscribió para viajar con el equipo misionero a Brasil. Cada participante era responsable de reunir la ayuda económica necesaria para ir; así que, para prepararse, Raquel se sometió a un estricto presupuesto. Se prohibió comprar ropa nueva, salir a comer con los amigos y otros gastos superfluos. Poco después, Raquel recibió una invitación a una velada de fiesta formal que aceptó encantada. A medida que se acercaba la fecha de la fiesta, Raquel empezaba a preocuparse por qué ponerse. Tenía ropa apropiada en su guardarropa, pero ya se la había puesto infinidad de veces.

Raquel empezó a replantearse las condiciones de su nuevo presupuesto. ¿Sería realmente un fracaso hacer una excepción puntual? “Después de todo —razonó— va a ser una ocasión muy especial. Además —pensó—, el viaje misionero es por el bien de los demás. También puedo hacer algo bueno por mí misma, ya que estoy haciendo un sacrificio para ir a Brasil”. Asimismo, reforzó su determinación de hacer una concesión haciendo la vista gorda a la Palabra de Dios: “La Biblia dice que no necesito preocuparme por la ropa porque Dios cuidará de mí, pero no me garantiza que Dios me hará lucir bien: ¡necesito un vestido nuevo especial para verme bien!”.

Así es como la tentación trabaja en nuestra vida y, una vez que se ha arraigado en nosotras, dejamos de ver todo lo que Dios nos ha dado. En cambio, empezamos a focalizarnos en lo que nos falta o en lo que creemos que merecemos. Detrás de la tentación siempre está el cuestionamiento a la bondad de Dios y su Palabra.

Eva también intentó razonar con la tentación. En lugar de cerrar su mente a la sugerencia de la serpiente, entabló conversación con ella. Sin embargo, como el enemigo era más astuto que Eva, y mucho más inteligente, fue un error fatal. Si nos detenemos a conversar con el enemigo (aunque sea para argumentar), la mitad de la batalla está perdida. Por un lado, es un indicador de que ya estamos considerando lo que nos ofrece. Además, no podemos burlar la tentación solo con la fuerza de nuestra mente y nuestro corazón. No estamos a la altura de semejante tarea.

Entonces, si el argumento no funciona, ¿qué lo hace? Es muy fácil frustrarse en nuestras batallas contra el pecado. Lo que funciona es lo que hizo Jesús cuando fue tentado por el diablo en el desierto. El tentador se acercó y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Él respondió y dijo: Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4:3-4).

Tanto Eva como Jesús fueron tentados con comer, pero la diferencia radicaba en que Eva tenía una abundancia de alimentos, mientras que Jesús no había comido nada durante cuarenta días. En ambos casos, Satanás trató hábilmente de apartar sus ojos de Dios y ponerlos sobre ellos mismos. No tuvo éxito con Jesús, pero Eva cayó porque no basó su respuesta únicamente en las palabras de Dios. La mayor diferencia en las respuestas de Eva y de Jesús fue que Jesús basó su respuesta en la Palabra de Dios y Eva no. Eso significa que, si Jesús usó las Escrituras para resistir las asechanzas del diablo, ¡cuánto más debemos hacerlo nosotras! De la experiencia de Jesús aprendemos que la Palabra de Dios es la única arma eficaz que podemos usar para obtener la victoria, y es un arma muy poderosa.

En ese momento, la tentación se apoderó más de Eva, que empezó a atribuir cualidades mezquinas a Dios. Le dijo a la serpiente: “… del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis” (Gn. 3:3). Pero, si te fijas en lo que realmente dijo Dios (Gn. 2:16-17), verás que nunca afirmó que no podían tocar el árbol, sino solo que no debían comer de él. ¿Has caído en esa trampa? Ocurre cuando le damos vueltas a una sugerencia pecaminosa y jugamos con ella en nuestra mente. De repente, los mandamientos de Dios parecen insignificantes y restrictivos. En nuestro pensamiento, Dios adquiere el aspecto de un tirano, que exige pruebas de lealtad mediante privaciones personales. Así es exactamente como Eva llegó a pensar, y solo hizo falta una sutil insinuación para lograrlo.

A medida que el diálogo destructivo continuaba, la serpiente ejercía su ventaja con mentiras descaradas como: “No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Gn. 3:4-5). La insinuación cuidadosa y la sugerencia sutil ya no eran necesarias. Básicamente, le dijo: “Mira, Eva. Dios dijo que morirías, pero solo para asustarte. Lo que Él realmente sabe (pero no te lo dijo) es que te sentirás más realizada como persona si comes de este árbol. Dios no quiere que experimentes tu realización personal, Eva. Quiere mantenerte abajo para poder controlarte. Sabe que si comes de ese fruto serás independiente, tendrás el control de tu propia vida. ¿Por qué Dios debería tener todo el poder? ¿No quieres ser como Él?”.

Sucumbir a la tentación de tal autonomía es el mayor de todos los males. Cuando deseamos levantarnos en independencia de Dios, buscamos desplazarlo de su poder. Por horrible que suene, por mucho que nos estremezcamos al oírlo, detrás de esa independencia está el deseo de la muerte de Dios. Tal deseo es orgullo en su máxima expresión, y es un deseo que acecha en cada corazón humano, incluyendo el mío y el tuyo, aun después de ser salvos. El más pecaminoso de los pecados es más destructivo que cualquier otra cosa imaginable. Es lo que hizo que Satanás fuera expulsado del cielo. Es lo que llevó al rey Nabucodonosor a la locura. Es lo que causó la crucifixión de Jesucristo. Y todos somos culpables de ello. Desde luego, no pensamos o decimos conscientemente que queremos ser como Dios, pero el deseo está ahí en nuestro corazón. En cada pecado que cometemos, estamos declarando nuestro deseo de independencia, autonomía y control sobre nuestra propia vida. Fue el anzuelo definitivo para atrapar a Eva, y es el anzuelo que nos atrapa a nosotras también.

El Nuevo Testamento declara: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Jn. 2:16). Cuando Eva vio que el árbol era bueno para comer (los deseos de la carne), que era agradable a los ojos (los deseos de los ojos) y que era un árbol deseable para alcanzar la sabiduría (la vanagloria de la vida), tomó de su fruto y comió (no del Padre, sino del mundo). ¿Puedes ver esa cadena de acontecimientos en las cosas que te tientan? Está presente tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Todas las mujeres somos propensas a la codicia de un tipo u otro. A menudo son deseos de cosas buenas que, cuando se exageran, se convierten en fuertes antojos que hacen estragos en nuestro interior. Si estos deseos no se controlan, la mayoría de las veces sucumbimos y caemos en el pecado. Eso es lo que hizo Eva, y el resultado fue la vergüenza, la miseria y la muerte.

* Artículo adaptado de De mujer a mujer: 23 mujeres de la Biblia hablan a la mujer de hoy.